




Brad Bird me ilusionó con El Gigante de Hierro, allá por 1999. Me sorprendió cuando más tarde, en 2004, mantuvo dicha ilusión con Los Increíbles, no sólo regalándo sonrisas en la sala, sino dándome ideas para hacer reír a unos cuantos amigos en un verano irrepetible en el Rincón de la Victoria. Lo cierto es que no sabía quién era este hombre hasta que después de ver Ratatouille he buscado un poco en su filmografía, y es que el que es bueno no tiene que venderse, sólo tiene que esperar a que los demás le descubran para después seguirle con completa y sincera admiración. En una época en la que el buen cine y los guiones flaquean, para engordar la pantalla de diálogos vacíos y ruidosas explosiones aburridas, los dibujos animados comienzan a ser un seguro de placer visual, sonoro y cerebral, y en este caso incluso también para el paladar. Y es que si hay que dedicar tiempo a generar un ratón por ordenador cuya mirada pueda generar sentimientos que muchos actores ni siquiera rozan, es bastante probable que a la par haya varios guionistas trabajando para acompañar dichas escenas con palabras que las merezcan, y no echar por tierra tantas horas de dedicación delante de la pantalla. Poco más diré del tema de la película si es que he dicho algo, un auténtico lujo, una delicia que no todo el mundo podría hacer, por mucho que esta frase doliera a Auguste Gusteau.
1 comentario:
Plena coincidencia, Roi... Si esto se sigue repitiendo voy a pensar que algo está cambiando, je, je...
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